No sé cómo describirme ni cómo
alguien puede atreverse a describir a alguien. No (me) sería tampoco fácil
presentarme. Me horroriza que nos supongamos rasgos y características estables,
como si fuésemos computadoras. La computadora, por cierto, invento de la
humanidad, sufrió mutaciones a través de las distintas épocas. Si bien concibo
que podemos cambiar nuestras características a lo largo del tiempo también
padezco por saber que nuestro destino está signado por el carácter cambiante de
rasgos que nos viven y que no nos atribuimos pero que simplemente aparecen dependiendo
de la hora, minuto, lugar y personas de nuestro día.
Cuántas veces debemos haber tenido el
atrevimiento de describir a alguien, como si aquello fuese posible y no un absurdo
que necesitamos creer para no asustarnos y extrañarnos de las personas que
creemos tener junto a nosotros. Intolerantes, irrespetuosos de la intimidad
pretendemos creer que lo sabemos todo. Pretendemos creer que es posible abarcar
y encasillar a la subjetividad. Pretendemos creer que lo que es una persona es
lo que muestra la mayoría del tiempo, ignorando que éste último, además, es un
constructo.
Siento que la descripción como verdad
sobre una persona se funda en el miedo y el terror a asumir nuestra complejidad
y múltiples facetas que se enlazan; se asustan y se apaciguan entre sí. Las más
civilizadas y las más tranquilizadoras suelen ser las ganadoras del premio
mayor: protagonistas, moldean nuestra identidad. Su función es hacernos creer
que tenemos una. Y también, estas facetas cumplirán una función adaptativa,
brindándonos las típicas excusas: "no sé qué me pasó, te juro"
"yo nunca soy así". Pero sí. Podemos ser monstruos. Podemos ser
terriblemente melancólicos. Podemos ser agresivos. Podemos sentirnos vacíos, incapaces
de expresar mediante el lenguaje qué nos pasa cuando la identidad muestra,
mientras se tambalea, que la mentira puede convertirse en la verdad. Porque el
discurso hegemónico se transforma en eso: en la verdad. Hace un tiempo leí: “repite
una mentira varias veces, así se convertirá en verdad”. Esta premisa nos
atraviesa constantemente en la post-modernidad. Y sálvese quien pueda de no
creer, o mejor dicho: de no querer creer. En definitiva, se gana tranquilidad
en la enajenación. Como expresa el concepto de Zygmunt Bauman, vivimos en una
modernidad líquida que consiste en ser plenamente cambiante y por sobre todas
las cosas incierta. Sin embargo, seguimos fieles al concepto de identidad como una
pseudo-esencia que en tanto supuestamente estable, es organizadora de nuestras vidas. Esta
paradoja deja al descubierto y en carne viva nuestra fragilidad humana. O en
términos menos dramáticos: nuestra necesidad imperiosa de adaptación para la supervivencia.
Diversos son los estados anímicos que
pueden convertirnos en incapaces de mostrar ante otro ser el fiel reflejo de un
estado que nos vive y nos consume. La desesperación entonces hace su aparición,
aunque muchas veces silenciosa. Genera impotencia no poder expresar ante el
otro porque no se encuentra una descripción para el estado interior que haga
realmente viable un encuentro. Esto desemboca en otro vacío, que refuerza al
original y que se traduce en un absurdo, estúpido "no sé qué me
pasa".
En realidad es una frase bastante
sabia, pues expresa que hay un algo interno, una putrefacción que resulta
putrefacción por laberíntica, inaccesible, ramificada, escondida y sostenida en
redes de pensamiento.
Pero por sobre todas las cosas es
sabia porque es una experiencia privada, y es como si nuestra subjetividad, tomándola
en cuenta, pudiera apartarse de otras
para no asustar, ser encasillada, violentada y en definitiva: transformada en
otra cosa menos terrible y más tratable.
“Nuestros
pensamientos comprimidos nos hacen benditos y desatan la tormenta”.
1 comentario:
Leerte perturba la mente. Muy inspirador a la vez que real.
Un placer.
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